Nuestro testimonio como llave ante la cerradura de la desconfianza

En el medioevo, los cristianos tenían que preocuparse por las guerras santas y la peste, pero al menos no tenían grandes inconvenientes en aceptar las verdades elementales de la fe.

Durante la Ilustración, la iglesia tuvo que soportar las burlas de los racionalistas, pero a pesar de eso podía encontrar un refugio en los argumentos intelectuales y escribir apologías para responder con altura a los detractores. De una u otra forma, nuestros antecesores pudieron agarrarse a algunas verdades fundamentales y así evitar el naufragio de su fe.

Pero la posmodernidad insiste en que la verdad es algo flexible que se acomoda a nuestro punto de vista y eso pone en jaque el centro neurálgico de la fe de nuestros antepasados. Los discípulos y discípulas de Jesús ya no sabemos cómo ser iglesia. Nos abruma la fragmentación de nuestra sociedad de subjetividades que coexisten y religiosidades que ya no intentan abarcarlo todo sino tan solo sobrevivir.

Nos gustaría que fuera más fácil distinguir la presencia de Dios en la maraña de discursos en la que vivimos.

Juan 9 relata la sanidad de un ciego de nacimiento. Las autoridades religiosas no estaban dispuestas a aceptar el milagro y por eso empezaron a hacer preguntas difíciles: cómo debían juzgar una sanidad hecha en sábado, cuál era la filiación espiritual de Jesús, a quién glorificaba el milagro. El ciego no contaba con una gran elocuencia y no supo responder a los complejos interrogantes de los fariseos; se limitó simplemente a contestar: «Lo único que sé es que yo era ciego y ahora veo» (vs. 25).

En tiempos de incertidumbre, el testimonio de la obra inexplicable y milagrosa de Dios en nuestras vidas es una llave que puede abrir la cerradura inexpugnable de la desconfianza.

La única verdad que sigue siendo relevante para los oídos de nuestros contemporáneos es la del testimonio. Los grandes relatos agonizan, pero las pequeñas historias brillan como nunca; verdad es lo que me pasa —dicen algunos—, y todo lo demás es cuestionable. Es cierto que a nuestro mundo le importan poco el dogma cristiano, la teología sistemática o las fórmulas del Credo, pero también es cierto que nadie puede quitarnos el valor de la experiencia.

Pablo dijo que somos cartas abiertas y probablemente la única teología que lean nuestros semejantes sea esa que encarnamos en palabras y hechos, en silencios y gestos, en actitudes y opiniones. Cada vida es una teología, cada persona es un teólogo.

Cuando ponemos el acento en algún aspecto o lo ignoramos por completo, cuando permitimos algunos comportamientos o prohibimos otros estamos personificando nuestras ideas sobre Dios. Las cosas que hacemos y decimos son la apología definitiva de nuestra fe, la única que sigue siendo relevante en los tiempos que corren.

Lucas Magnin, Master en Teología y Licenciado en Letras

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